jueves, 23 de abril de 2009

El VIAJE DE APOLO, EL PRIMER ARQUITECTO (PARTE 3), O EL ARQUITECTO Y LA FOCA


(Tercer comentario al Himno homérico a Apolo, v. 222)






En su largo y errático viaje desde el Olimpo (en cuya cumbre moraba su padreZeus) hacia Delfos (donde fundaría su santuario), el joven Apolo, tras dejar atrás la ciudad de Micaleso y antes de alcanzar "el suelo de Tebas cubierto de bosque" (estamos en los orígenes del mundo e incluso las ciudades se abren dificultosamente paso en medio de la selva virgen), cruzó la ciudad de Teumeso. Esta ciudad primigenia se caracterizaba por tener un santuario dedicado a la diosa Atenea.

La relación entre Apolo y Atenea, diosa protectora de la ciudad de Atenas, no era insólita: la parte inferior del santuario escalonado de Delfos estaba ocupada por varios templos de Atenea Promantis (situado, en tanto que guardián, delante del santuario apolíneo donde se practicaba la mántica) que defendían la empinada y zigzagueante senda que ascendía desde el mar hasta la entrada del recinto sagrado en honor del dios de los oráculos certeros. Del mismo modo, pero inversamente, mientras Atenea Partenos (Atena Virgen) dominaba desde el acrópolis ateniense, en una de las rocosas laderas se agazapaba un santuario de Apolo. Por otra parte, Apolo y Atenea eran semi-hermanos, y ambos eran diestros en el manejo de las armas. Volcados al cuidado de los seres humanos a los que educaban, podían, en ocasiones, revelarse como divinidades muy violentas.

Podemos pensar, sin embargo, que los motivos que impujaron a Apolo a cruzar la ciudad de Teumeso no eran solo, o tanto, la presencia de un templo dedicado a Atenea, sino el hecho de que hubiera sido construido por los Telquines.

Apolo y los Telquines habían trabado numerosos encuentros, no siempre amicales. Así, mientras Lycus, uno de los Telquines había edificado un templo en honor de Apolo Licio, en la región costera de Licia, Apolo, convertido en lobo (feroz), había perseguido, como a perros, a estos genios. Dichas relaciones, tensas y contínuas, ¿no podían reflejar secretas connivencias entre el dios arquero y los genios de la forja? ¿Acaso Apolo se veía reflejado en la figura o en la obra de estas divinidades ancestrales, conocidas más por su nombre colectivo, tribal, que no individual -como ocurría con la mayoría de los dioses de los principios?

El hecho que Apolo no evitara la ciudad de Teumeso podía ser, sin embargo, extraño. Después de todo, los Telquines acabaron asesinados por la flechas de Apolo. ¿Apolo pretendía burlarse de ellos, o bien exhibir su superioridad? ¿o es que acaso intuía que los Telquines no eran tan distintos a él, pese a que la apariencia de esos geniecillos distara mucho del olímpico porte apolíneo? ¿Quiénes eran, entonces, los Telquines?

Unas divinidades primodiales: tales eran los Telquines. Habían nacido de la unión del Mar (Ponto) y de la Tierra (Gea). Su origen, por tanto, se remontaba a los instantes iniciales de la creación del universo, mucho antes de que los dioses olímpicos (entre los que se hallaba Apolo) llegaran a ocupar todo el espacio celestial, relegando o encarcelando a todas las divinidades anteriores, de aspecto monstruoso -como monstruosos son todos los seres que asociamos con los albores del cosmos-, en las profundidades de una tierra aún no enteramente formada, sacudida por violentos cataclismos.

Los Telquines, nacidos de las aguas primordiales, transmitieron a los seres humanos el conocimiento de cuantas técnicas fueron necesarias para dominar el espacio circundante. Así pues, se parecían a los Igigi, divinidades primerizas mesopotámicas, surgidas de las aguas de los ríos Tigris y Eúfrates, que educaron a los humanos y les enseñaron las artes con las que cultivar la tierra y cultivarse.

Es, sin duda, su íntima relación con las aguas del océano el que explicaría sus peculiares características físicas: eran seres híbridos, mitad humanos, mitad seres anfibios. Se contaba que poseían una cola de pez y aletas en vez de manos, lo que no les impedía trabajar en la forja de manera admirable y haber dado forma a la afilada hoz con la que, cuando los orígenes del mundo, Crono castró a su padre Urano. Una hoz: un útil artero, curvo, que sólo unas mentes retorcidas podrían haber imaginado.

Diodoro Sículo (Biblioteca Histórica, 5.55.5) es el tratadista de la tardo-antigúedad quien dio con la clave de los Telquines. Éstos, como ya hemos comentado, eran seres marinos: peces o mamíferos marinos en los que destacaban la cola y unas aletas. La imagen evoca irresistiblemente la de las divinidades primordiales mesopotámicas, los Igigi -cuya iconografía neo-asiria influyó en la nueva y definitiva imagen de las sirenas griegas que, en época helenística, dejaron de ser pájaros "encantadores", de mal agüero, tal como los describía Homero, y se convirtieron en animales marinos tumbados al sol sobre una roca. A estos seres de rasgos anfibios Diodoro los dotó de una característica suplementaria, o un don especial: podían cambiar de forma. Es decir, no tenían una forma determinada. Esto los igualaba con Proteo, el sabio marino griego, cuyo cuerpo era el de una foca.

Los griegos tenían una imagen propia de las focas, como destacaron Jean-Pierre Vernant y Marcel Detienne, dotada de unos valores precisos, más bien negativos. Las focas tienen un cuerpo en forma de huso. No presenta características destacables. Se trata de un volumen filiforme; o más bien informe. Húmedo y grasiento, es resbaladizo, escurridizo. Quien trate de agarrar a una foca, comprobará como ésta intenta, con éxito casi siempre, zafarse de mil modos: es como si cambiara sin cesar de forma, impidiendo retenerla fuertemente. Se decía que la foca tenía el don protéico de metamorfosearse en lo que fuera en función de las cambiantes circunstancias. Que es precisamente lo que las focas, y Proteo, en particular, podían hacer.

Por este motivo, las focas eran unos excelentes emblemas o símbolos de los artistas creadores. Su olor apestoso y su aspecto grasiento ayudaba: los artistas eran repudiables, como bien sabía Platón: Adaptaban sus discurso según la dirección del viento, y eran capacer de crear cualquier forma, como los cuentistas y los embaucadores.

Casi como si se tratara de una concepción pre-romántica del arte, existía una estrecha relación entre el don de la metamorfosis y la capacidad de crear múltiples formas. El artista "se proyectaba" en su obra. Ésta, como un nítido espejo, reflejaba sus múltiples talentos y personalidades, y no era entendida si no seatendía a la figura -o figuras- del creador. Todas las que Proteo o los Telquines podían adoptar se vertían en sus creaciones. De algún modo, su forma indefinida les abría a todas las posibilidades creadoras. Nada les limitaba. Del mismo modo que un gran actor es aquél que es capaz de olvidarse de quien es para asumir cualquier papel, una foca era un ser perfectamente moldeable. Adoptaba todas las máscaras. Hacía consigo lo que quería.

Es quizá por esta razón que Apolo, el padre de las artes y, ante todo, de la arquitectura (los arquitectos son los creadores capaces de plasmar cualquier forma), en su periplo iniciático, visitó una ciudad, Teumeso, dondo se hallaba un gran santuario que o poseía una gran estatua de culto de Atenea forjada por los Telquines, o que estaba dedicado a Atenea, la diosa más ingeniosa y creativa, más rica en formas e imágenes potenciales, semejante a los Telquines.

Apolo délfico debía saber o sentir que él, que era capaz de convertirse en un lobo, un cuervo o un delfín (un mamífero que los antiguos ya asociaban a las focas), también se asemejaba a los Telquines. Y esos, a su vez, acentuaban, por equiparación, el carácter más protéico del patrón de las Musas.

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