domingo, 7 de febrero de 2010

El óculo y la gruta














(Imágenes del antro de la villa de Tiberio en Sperlonga)



Tiberio (42 aC-37 dC), el segundo emperador romano (sucesor de Augusto), ha "gozado" de una fama temible: Suetonio describe atrocidades que habría cometido, al final de su vida, retirado en el nido de águila de la Villa Jovis en lo alto de un acantilado de la isla de Capri.

Más que su supuesta refinada crueldad (que algunos estudiosos sospechan fuera una invención o una exageración de senadores que vivían en Roma y debían acudir a Capri donde Tiberio, recluido, no siempre les recibía), su desapego al poder imperial y su abandono de Roma en favor de Capri (marcado por la muerte de su hijo, la ambición de sus parientes y úlceras que lo desfiguraban), Tiberio, que gobernó del 14 al 37 dC, debería ser recordado por sus insólitas, pero tan humanas, creencias. No aceptó ser divinizado. Confiaba poco en el género humano, seguía las enseñanzas de los cínicos. Y construyó toda una serie de villas, entre las que destacan varias en la isla de Capri, y en Sperlonga, en la costa de Campania (entre Nápoles y Roma), caracterizadas todas por un curioso espacio: un espacio natural, apenas alterado, una gruta cabe el mar (como la célebre Gruta Azul de Capri) que se configuró como la parte más importante de las villas imperiales en la que Tiberio se recluía (lo que corresponde bien con un seguidor entregado del cinismo).

La gruta (apenas alterada) de la villa de Sperlonga (nombre que deriva del latín sperlunca que significa, precisamente, caverna) constituía el espacio central alrededor del cual se estructuraba el palacio imperial (hoy, en gran parte debajo de las aguas). Constituye uno de los espacios más sorprendentes y mágicos de la arquitectura imperial romana.

Este retiro estaba ornado con varios grupos escultóricos gigantescos, cuyos restos constituyen la joya del museo construido cerca de la villa. Entre éstos, destaca un conjunto de mármol, posiblemente del siglo II aC, traído de Oriente, y tallado, quizá, por los mismos escultores del grupo helenístico del Laocoonte (hoy en el Vaticano): al menos, ambos grupos están firmados por el mismo taller.

Representa a Ulises cegando a Polifemo. Ilustra una conocida escena de la Odisea homérica: Ulises sorprendiendo al gigante Polifemo, hundiendo una afilada y larga tea en su único ojo (si bien, en otras tradiciones, Polifemo tenía tres ojos). Esta escena ya fue reiteradamente representada en la antigüedad desde la época arcáica. Simbolizaba la victoria de los valores de Ulises (el ingenio y la cultura -griega-) sobre la barbarie del gigante que vivía en una cueva y se alimentaba de carne humana cruda.

La cueva era considerada cmo un espacio propio de seres no civilizados. ¿Por qué Tiberio, entonces, organizó sus villas alrededor de una caverna? ¿Quería señalar las diferencias entre arquitectura y naturaleza?

Algunos estudiosos piensan que Tiberio rendía culto a Ulises. Un hecho sorprendente, ya que Ulises era un héroe, no una divinidad. ¿Qué valores, aparte la astucia y el cálculo -tan celebrados en la Grecia arcáica y clásica-, encarnaba este héroe?

El crédito de Polifemo cambió con la cultura helenística. Seguía siendo un monstruo, ciertamente, más un monstruo enamorado. Amaba, desdichadamente, a Galatea. Pero el amor -inicialmente no correspondido- que sentía por la ninfa lo transformó. Polifemo, como un animal herido, hubiera hecho lo que fuera para conquistarla. Matar o matarse. Cambiar radicalmente.

Ulises, precisamente, lo hirió gravemente. Le cegó el único ojo que tenía. Desde entonces, Polifemo andaba, errante, ciego ante el mundo. O, mejor dicho, ya no podía desplazarse. Tenía que quedar quieto, incapaz de orientarse. Su tercer ojo, el ojo del ama, se abrió. Puesto que ya nada podía ver del mundo que le rodeaba, empezó a contemplar realidades ultraterrenanas que no se alcanzan con los sentidos.

Tal don Polifemo lo alcanzó gracias a la acción de Ulises. Éste, por tanto, lo liberó. Le permitío escapar a su condición, salvaje y mortal, y a la vida activa, para adentrarse en la vida contemplativa. Polifemo, gracias a Galatea y sobre todo a Ulises, abandonó su condición monstruosa. Ulises le hizo ver realidades que no habría nunca intuido si no hubiera querdado ciego. La oscuridad de la cueva simbolizada su ceguera. Y la boca, o el óculo, de la caverna, abierta al cielo y al mar, dando la espalda a la tierra, a las realidades mundanas, evocaba el mundo que Polifemo descubría de pronto gracias a su ceguera para con lo que le rodeaba.

Del mismo modo que la noche en la que Polifemo vivía, a fin de alcanzar la luz, gracias a Ulises, el anciano Tiberio, desengañado, sentía veneración por este héroe, y por las grutas, en las que se aislaba de la estupidez y las pasiones humanas. Soñaba, en lo hondo del antro, donde nada veía, salvo los relucientes grupos escultóricos que mostraban la transformación del monstruo, con que Ulises le liberaría un día de las pasiones terrenales.

Los palacios imperiales, entonces, eran, para Tiberio, refugios. Espacios en los que se encerraba para defenderse de sus temores y de sus enemigos (reales o imaginarios). Pero, sobre todo, para aislarse del mundo visible a fin de intentar, vanamente, alcanzar a ver este mundo que solo les es dado a los dioses contemplar, pero que el arte, en ocasiones revela, como las blancas estatuas que iluminaban la cueva, la húmeda cueva de Sperlonga -y todas las cuevas de Capri, ornadas de modo semejante-, quizá los espacios "arquitectónicos " -es decir en los que uno se encuentra en paz consigo mismo- más hermosos e intensos de la antigüedad.

(Para una lectura astral -una carta astral- de la disposición de las estatuas en el antro de Sperlonga, véase:
SAURON, Gilles: "Chez Tibère: la mise en scène astrologique du destin de l´empereur", Dans l´intimité des maîtres du monde. Les décors privés des romains, Picard, París, 2009, ps. 155-196).






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