viernes, 7 de mayo de 2010

El artista, el artesano y la ciudad

Hace tiempo, mucho tiempo, los artesanos que fabricaban útiles para la tribu (armas y fíbulas de metal, apeos, tiesas lanzas de fresno, y cazos de barro) vivían y trabajaban en cerradas cabañas con gruesos muros de aparejo sin huecos, situadas fuera del poblado, en el umbral de los bosques.
Pasaban los días sin tener apenas contacto con los habitantes, que les necesitaban y les temían. Sin duda, eran unos seres superiores: lograban que la tierra les dejara recorrer las venas de su cuerpo y extraer lo que le daba fulgor, que son las vetas por donde circulan los metales lucientes, y que el fuego avivado, en medio del taller, alcanzara la temperatura necesaria para fundir y transmutar los metales que, con fuerza hercúlea templaban, para convertir el barro húmedo en una materia más dura, seca y sonora que la piedra, o lograr la metamorfosis mas asombrosa: metamorfosear mediante el fuego la opaca e inaprenhensible arena en una materia viscosa y transparente que, solo con el aire que le insuflaban, como poseídos por una súbita inspiración, se hinchaba, se abombaba y se convertía en un búcaro, duro y luminoso como el agua helada.

Los que mandaban sobre las cuatro materias (el fuego intenso, el agua, la tierra arcillosa y el aire) y lograban que se revistieran con todas las formas imaginables tenían que ser unos magos, ayudados por oscuros potencias sobrenaturales, genios juguetones o inquietantes fuerzas telúricas.
Su mismo aspecto, enrojecido por el fuego y sombría la faz ahumada en la que brillaba una mirada dura y avisora, junto con los miembros titánicos curtidos por el manejo de tenazas, sopletes y tornos endiablados, los igualabla con antiguas deidades, o espíritus de la tierra endemoniados.

La tribu se apartaba de ellos; los mantenía encerrados en los márgenes del pueblo. El fuego con el que convivían, así aún lo explica Vitrubio, les obligaba a no poder estar en el centro, aún cuando la suerte y la supervivencia del poblado dependía de su buen querer y de su buen hacer.

Con el paso de los milenios, los pueblos se hicieron ciudades. Los ancianos consultados dejaron paso a los más fuertes, los más astutos y los más crueles quienes, aliados con la suerte, se convirtieron en jefes: reyes y sacerdotes que tomaron el mando de los pueblos crecidos. Para imponer las órdenes que edictaban necesitaron de una casta de jóvenes armados, el estamento militar que obedecía ciegamente y que velaba por el diario sometimiento de los ciudadanos ante quienes se habían erigido en los representantes de la voluntad de dioses celestiales.

Mas, para que reyes y sacerdotes pudieran vivir encerrados en palacios y santuarios, y la soldadesca no se volviera en contra de quienes les habían armado, era necesario que el resto de la población doblara el testuz y se pusiera a trabajar: cultivara, sembrara, irrigara los campos, y cuidara de los rebaños domesticados, a fin que los mercados estuvieran bien abastecidos; y obrara para crear todos los útiles necesarios para la vida de la corte y del súbditos, cuantas imágenes (pintadas, esculpidas) sacerdotes y monarcas inquirían para honrar a los dioses insaciables y rencorosos, afirmaban, y a ellos mismos, y cuantos espacios monumentales, para los vivientes y los muertos, se requerían para deslumbrar a la población y a los enemigos que, ante tales muestras de poderío, se achicarían temerosos aún más.

Una tercera y sumisa casta apareció: la de los agricultores, los artesanos y los imagineros, cuyos trabajos seguían asombrando, pero cuya suerte, esclavizada, ya no inspiraba temor. Pasaron de ser unos magos que dialogaban con fuerzas oscuras a peones que trabajaban al dictado, cuya suerte no era muy distinta a la de los esclavos.

La aparición de la ciudad, perfectamente estratificada socialmente, quebró el poder de los artesanos. Habían sido magos; habían mandado sobre las fuerzas invisibles; habían sido temidos y respetados. La vida y la muerte del poblado, compuesto por unas pocas construcciones en las que moraban clanes que se autoabastecían -y para lo cual necesitaban de la fuerza o de la vida de los objetos que los magos, los hechiceros y los artesanos fabricaban y animaban- había estado, literalmente, en sus manos.
Los estamentos reales, sacerdotales y militares que encabezaban la jerarquía social de la ciudad también requerían de los servicios de los artesanos y productores. Pero ya no los honraban ni los temían. Les forzaban a trabajar. Podían ser vendidos, reemplazados. En cualquier momento podían dejar de adquirirles bienes, o de alimentarlos. Eran peones intercambiables sometidos a los deseos y caprichos de los que gobernaban la ciudad.

Los artesanos e imagineros, sin embargo, no aceptaron su suerte sin más. Ya durante la época de Alejandro, algunos pintores y escultores quisieron recuperan el prestigio del que habían sido despojado: tenían la capacidad de ensalzar plásticamente la imagen del monarca, de multiplicar su efigie, o de ridiculizarlo. Pero, en consecuencia, sellaban su suerte. ¿Quien se habría atrevido a burlarse, o a desobedecer, a un emperador romano o a un sumo pontífice?

Más de mil años más tarde, los artesanos volvieron a reclamar sus derechos. No querían ser considerados como unos títeres. Al igual que los magos de antaño, también tenían poderes sorprendentes, afirmaban. El arte era la muestra de sus capacidades senmi-divinas, de su genio. Eran capaces de pintar y esculpir efigies ilusoriamente reales, carentes solo del hálito de la vida; a los autómatas no siquiera les faltaba, en apariencia, ese don. Como los alquimistas transmutaban materias desconocidos, fabricaban, al calor de los crisoles, pigmentos cuyos tonos no existían en la naturaleza, los procedimientos de cuya fabricación quedaban sellados a cal y canto. Eran sabios como sacerdotes cuando componían emblemas inescrutables. Y eran capaces de proyectar y de construir edificios en los que nada quedaba al azar, como si fueran la directa y precisa materialización de un sueño. Daban forma a los sueños más audaces, o más inconcretos.

Mas, ¿se les necesitaba como otrora? Distraían, entretenían, daban empaque y lustre al poder o suavizaban sus aspectos más hirientes, pero la vida de la metrópoli ¿dependían de su buen hacer? Trataron de llamar la atención, ostentosa o grotescamente. Pintaron y esculpieron imágenes y efigies cada vez más raras; lanzaron proclamas; defecaron en público; vendieron sus excrementos a precio de oro; se automutilaron; se proclamaron los guardianes de la verdad. Obtuvuieron ingentes cantidades de dinero; se les construyeron museos, se les cubrió de oro; fueron invitados a las fiestas del poder. Cabe la duda, enmpero,que no fueran, no sean, más que bufones que distraían al público de lo que en verdad movía la ciudad.

Los artistas como magos, capaces de cambiar el mundo, solo pudieron existir mientras la ciudad no se fundó. En cuanto el orden urbano se impuso, se convirtieron en productores de espejos que, en el mejor de los casos, turbaban leve o temporalemente el buen orden, antes de que se les condenara o se les expulsara, como Platón pedía.

La magia del arte no tiene cabida en la ciudad. Y el mundo no se concibe sin ciudades. El arte, como transformador del mundo, es un bello sueño. O un engaño. Ante el que caemos felizmente.

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