martes, 6 de julio de 2010

Ángeles custodios etruscos





Ningún pueblo antiguo poseyó tantos tipos de urnas funerarias como los etruscos: desde simples vasijas hasta complejos sarcófagos en cuya tapa descansaban efigies de cuerpo entero del difunto recostado como si banqueteara.

Entre estos tipos de urnas destacan las llamadas impropiamente vasijas canópicas. El nombre evoca los vasos canópicos del Egipto faraónico donde se guardaban las vísceras del difunto momificado.

Aunque formalmente ambas piezas se parecen (son recipientes panzudos coronados por una tapa que reproduce una cabeza humana, quizá la testa del difunto), su función es muy distinta. En Etruria, estas vasijas, depositadas en las tumbas, contenían las cenizas del difunto incinerado, no sus órganos vitales.

Estas vasijas etruscas se componían de dos o tres elementos. Idealmente, comprendían un trono de pequeñas dimensiones; una vasija depositada sobre el asiento, dotada en ocasiones de bracitos o tan solo de manos engarzadas en muñones, que se podía interpretar como un cuerpo o, mejor dicho, un tronco; y una testa de rasgos simplificados, con ojos a menudo cerrados o velados: ojos inexpresivos que dan la sensación que no ven nada; ojos desorbitados de ciego.

Los tronos se asemejaban a muebles muy parecidos a los situados cerca de un lecho funerario ubicado en una tumba, esculpidos en piedra. Estos asientos servían para depositar ofrendas, debían de ser utilizados por algún familiar notable durante las ceremonias o banquetes anuales en honor del difunto, así como por los espíritus, quizá de los ancestros que, día y noche, velaban sobre los moradores de la tumba.

Las vasijas recuerdan vientres grávidos. Las figuras, a veces, apoyan las manos sobre el cuenco abultado de la vasija que les sirve de cuerpo, como si se auscultaran. Cuerpos a punto de dar a luz, sin duda, a fin de que el difunto renazca en el más allá.

Por este motivo, queda la duda de qué representa la vasija: ¿el cuerpo que el difunto disfrutaba en vida? ¿un nuevo cuerpo, impercecedero, para vivir en el infra-mundo? o acaso, ¿el cuerpo de un nuevo ser que acoge en su seno los restos del difunto y se apresta a alumbrarlo en el otro mundo?

La testa que corona la urna es movible. Actúa como un tapón eficaz, que impide que las cenizas se esparzan y, quizá, que el espíritu del difunto se disuelva o regrese a la vida en forma de fantasma.
Se ha interpretado a menudo esta testa como un retrato del difunto. ¿Digno era de ser recordado? En Etruría, sí. Mas ¿no cabe otra lectura? La cabeza bien podría ser la efigie de un antepasado que guarda y protege los restos cenicientos de un sucesor suyo. La cabeza y, posiblemente, el cuerpo, fueran un receptáculo, una imagen de un ancestro, en cuyo seno el difunto -o el polvo en el que lo habían convertido- anidaba. Los ojos bien abiertos pero inertes de la figura simbolizaría que aquélla habría alcanzado una nueva vida en la que los sentidos ya no son necesarios, puesto que solo los espíritus descorporeizados recorren el más allá. Su tamaño exagerado evocaría bien la inextinguible capacidad de velar para siempre sobre los restos que son confiados al antepasado, y el don de conectar con todas las potencias invisibles, incluidas las deidades, don que los humanos no poseen.

Las urnas antropomórficas no serían entonces representaciones simplificadas del difunto, sino el cuerpo de un ancestro con el que el difunto comulga, acogiéndose en su seno, sabiéndose protegido para siempre. Serían la materialización de un espíritu, la presencia del fundador del clan, el primer humano. Amparado por el ancestro, conectado a él, el difunto podría, quizá, alcanzar un día, o en otra era, la condición envidiable de aquél. Se vivía para morir y renacer convertido en ángel custodio.

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