lunes, 24 de septiembre de 2012

El ojo en Mesopotamia


Se ha dicho a menudo que mientras que Grecia, y, por ende, toda la cultura "occidental" ha tendido a favorecer el sentido de las vista como órgano de conocimiento del mundo, en Oriente se ha preferido el sentido del oído. El que el universo hubiera sido creado por el Verbo llamando a los entes y las cosas por su nombre,  tal como lo relata el Antiguo Testamento, no ha hecho sino confirmar esta opinión. En Mesopotamia también la palabra tenía efectos mágicos, como en cualquier cultura antigua, por cierto.

El predominio de la vista se acrecentó durante el Renacimiento. La invención de la perspectiva, gracias a la que el mundo se sometía a la vista de un observador, el artista, asentó definitivamente la supremacía del ojo. Era el órgano por excelente gracias al cual se descubría el mundo, convertido en una simple vista de un observador. El mundo cabía en una pupila espejeada.

Cabe preguntarse si esa asociación entre cultura "occidental" y el ojo -teniendo en cuenta que el ojo ha sido y es considerado como el órgano supremo, en detrimento del resto de los órganos sensoriales- es exclusiva. El oído, ¿era realmente el órgano dominante en el Próximo Oriente antiguo?

Ojo, se decia en sumerio: igi. El signo cuneiforme parece aún guardar el recuerdo de un trazado arcaico, naturalista. Se asemeja a un dardo lanzado por un ojo visto de lado: un ojo bien abierto, avizor, que escudriña el mundo.
Al igual que ocurre con la mayoría de los términos sumerios, su campo de significados es muy amplio, y cubre, en ocasiones, las funciones de sustantivo, verbo, adjetivo, adverbio o preposición. Así, en el presente caso, igi no denominaba solo un ente natural, fácilmente designable, el ojo, sino que también era utilizado para designar un concepto o un valor, simbolizado por el ojo, por las funciones, capacidades del ojo, y los valores asociados a éstas. En efecto, igi, o mejor dicho igi-gal (literamente gran ojo, u ojo bien abierto, como la forma del signo bien indica) también significaba inteligencia o sabiduría, y también sabio. Un igi-gal era, literalmente, un vidente: una figura, con un buen ojo, un ojo certero para ver, intuir o descubrir la verdad de las cosas. El que no andaba a tientas en el mundo era un igi. La sabiduría le venía porque era capaz de escudriñar los misterios del mundo, ver dónde los demás no veían, ver más allá o más profundamente, y ver antes que nadie, antes de que las cosas se volvieran evidentes. El igi-gal era el que llegaba hasta lo invisible. Aun hoy, decimos del descubridor, del científico, que tiene buen ojo. Ve lo que los demás somos incapaces de alcanzar, o entender.

Igi, finalmente, era una preposición espacial. Se traduce por delante.  Las cosas que cobraran existencia se mostraban delante, se manifestaban (igi gar) delante de un ojo, el ojo (de un) sabio. La aparición, es decir la manifestación de una apariencia o imagen, el hacerse visible, el hacerse imagen o a imagen de, otorgaba entidad a una manifestación. Los entes eran en tanto que se mostraban. Al igual que, milenios más tarde, en Grecia, solo lo visible existía. Lo invisible, al menos hasta Platón (quien de todos modos, también exaltó al ojo, aunque en este caso, el ojo interior, la mirada anímica), el mundo de los dioses y los muertos, era discutible. Nadie sabía a fe cierta si existían. Los dioses, para ser creíbles y ser creídos tenían que mostrarse. tenían que encararse, aparecerse ante una faz.  El ojo era lo que daba fe de la existencia de las cosas.
Por tanto, el mundo existía solo si se podía revelarse ante unos ojos. Éstos eran los que determinaban qué cosas existían, santificaban la esencia de las cosas. Ésta no "existía" independientemente de su manifestación sensible, visible. Su manifestación, por otra parte, no ocultaba o desdibujaba la esencia. La esencia tenía que ser visible, estar dotada de un rostro, que no escondía, como una máscara, sino que, no solo revelaba sino que fundaba. Las cosas se hacían en cuanto se mostraban. Su aparición certificaba que no eran una ilusión, un error de los sentidos. La imagen no se oponía a la esencia: estaba, por el contrario, en el origen de ésta.
No se trataba, por otra parte, de una imagen cualquiera, sino de una imagen vista, aparecida ante unos ojos. Éstos, preferentemente, eran los del sabio o del vidente, que certificaba que un nuevo ente había hecho su aparición en el mundo.
Que el ojo sea el órgano creador no era extraño. En Egipto, el padre de los dioses, creador del mundo, era, o se mostraba, como un ojo gigantesco y luminoso; y en el mismo Nuevo Testamento, Cristo se caracterizaba, quizá influido por el platonismo, por unos ojos siempre abiertos cuyos rayos traspasaban y electrizaban a los que se miraban en ellos y eran, al mismo tiempo, vistos, acogidos por los ojos de la divinidad.
Ojos humanos o antropomórficos, sin duda. Ojos de un sujeto, que sujetaban el mundo. ojos que daban sentido, organizaban, creaban el mundo.
Nunca como en Mesopotamia, el ojo adquirió tal preeminencia y poder -que pasó luego a Platón, y de allí, mil quinientos más tarde, con la recuperación de los diálogos platónicos en Florencia (comunicados por sabios bizantinos, orientales), al Renacimiento.
De algún modo, de nuevo, nuestra visión del mundo se enraiza en Mesopotamia. Vemos y concebimos el mundo según sus parámetros.

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