miércoles, 19 de febrero de 2014

Puerta (El imaginario de la puerta)

La fundación de una ciudad, en el mundo romano, exigía un rito fundacional. Éste repetía el rito de la fundación de Roma, a cargo de Rómulo y Remo. Consistía en el transporte de ofrendas -tierra procedente de todo el mundo,  de las tierras de dónde provenían quienes iban a habitar la ciudad, depositadas en el mundus, un pozo profundo y estrecho, un conducto que se hundía en la tierra y ponía a los vivos en contacto con los muertos, de modo que éstos pudieran, en tanto que antepasados, inspirar y proteger a los ciudadanos- hasta las puertas de la ciudad, y en el trazado del límite de la misma. Ésta línea se marcaba con un arado tirado por dos bueyes, uno blanco y otro negro. El surco abierto dibujaba una mágica frontera, inviolable, entre el mundo de la selva y el del orden urbano. La reja del arado, que entraba en contacto con la tierra, sin embargo, se alzaba, en las zonas donde se instalaban las puertas. De este modo, éstas no estaban físicamente inscritas en el suelo, por lo que se podía cruzar por aquéllas.
Las puertas de la ciudad concluían el rito del transporte de ofrendas, y exigen el porte del arado de modo que no abriera surco alguno. El transporte concluía en la inscripción espacial de la puerta.
Una puerta era un linde peligroso. La puerta era el único lugar por donde enemigos reales o imaginarios, procedentes de la tierra o del mundo invisible, podían penetrar en el espacio cerrado y defendido de la ciudad. a través de la puerta, mundos que tenían que estar separados (los mundos de los civilizados y los bárbaros, de los humanos y los animales, de los mortales y los inmortales) entraban en contacto. La seguridad de los vivos estaba a merced de la protección de las puertas. Al mismo tiempo, atravesar el umbral de una puerta era un experiencia. Se necesitaba fortaleza y confianza. Tras el umbral se penetraba en otro mundo. Nada se sabía de éste, salvo que las condiciones que regían en el mundo dejado detrás no regían. La puerta abría a lo desconocido. El cruce constituía un rito de paso.  Era un experimento. Abocaba a una nueva experiencia. El tránsito abría puertas tras las cuáles no se sabía qué se escondía.

La puerta era el centro de una experiencia durante la cual uno era transportado a otro mundo. Puerta, transportar, experiencia: palabras creadas a partir de un mismo radical indoeuropeo (per-t), que señala la necesidad del conocimiento ante la apertura a lo desconocido. La puerta invita al viaje, al transporte, no solo físico sino mental. Invita a vivir una nueva experiencia, a abandonar hábitos y a enfrentarse a nuevas situaciones, de las que se sale renovado, fortalecido. La puerta marca el inicio de un viaje, o el final, viaje que marca de por vida. La vida se trastoca, para bien o para mal, de manera imprevisible, desde luego, tras el transporte al que la puerta alienta.
La puerta permite, así, conjugar el tránsito y la permanencia, articula seguridad y aventura, experiencia e ignorancia, visión (de un nuevo mundo) y ceguera (ante lo desconocido): una puerta, en fin, marca la vida, de la selva a la ciudad, la animalidad a la humanidad. Aunque también puede señalar una cárcel, obligando así a cruzarla de nuevo. Una puerta no es muralla. siempre está abierta -a nuevos experimentos. La puerta es un puerto al que acostar y del que partir, iniciando una travesía.

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