viernes, 17 de octubre de 2014

El retrato en la Antigüedad

Tuvo ayer lugar en Caixaforum de Madrid la primera conferencia del ciclo Mediterráneo. De los enigmas del mundo a los misterios del alma, asociado a la muestra Mediterráneo. del mito a la razón.
La conferencia, de 19.30 a 21.30 horas, versaba sobre el retrato en la antigüedad.



Un retrato es la imagen de un rostro (de un ser humano vivo). Aquél se representa de frente -los retratos de perfil no suelen ser considerados verdaderos retratos-, y en él lo que el retratista destaca son los ojos. Un retrato es la efigie de alguien que nos mira. ¿Cuál la función del retrato?
¿Hubo retratos en la antigüedad.

Algún filósofo escribió que la pintura ha sido el arte por excelencia desde finales de la antigüedad hasta nuestros días, y que las imágenes más reveladoras (de un mundo solo alcanzado por y a través de la imagen) son los retratos, debido, precisamente, al poder hipnótico de la mirada.

Dos mitos griegos evocan el origen de la pintura. En ambos casos, las imágenes espejeadas o pintadas eran retratos. Por un lado, el joven Narciso, inconsciente de su belleza y de la turbación que levantaba, fue condenado, por la ninfa Eco, embrujada por el encanto del indiferente Narciso, a sufrir la misma pasión no correspondida. Apenas la maldición lanzada, Narciso, inclinándose sobre las quietas aguas de un lago, descubrió, en el fondo, un rostro que le miraba, y que ascendía hasta casi la superficie Cuando Narciso acercaba el rostro a las aguas. sin embargo, la figura del lago, que no cesaba de mirar a Narciso, se disolvía en cuanto Narciso trataba de besarla. No se sabe si el joven héroe supo, antes de morir, quien era el que le había seducido: una efigie reflejada en las aguas con el poder de retener a Narciso para siempre pendiente de la figura amada.
Mientras, en Corinto, la hija de un ceramista, la noche antes de la partida de su prometido a la guerra, viendo cómo, a la luz de las velas, la sombra del rostro del joven se agrandaba en una pared, mandó a su padre que guardara los trazos del amado grabados en una placa de arcilla. El primer retrato de la historia adquirió pleno sentido meses más tarde, cuando la muerte del joven. Lo único que quedó de él y que lo recordaba era su efigie reproducida en terracota.
Ambos son mitos de la Grecia antigua. ¿Hubo, entonces, retratos antes de finales de la Antigüedad?






Los primeros "retratos" remontan al paleolítico y el neolítico. Son efigies esculpidas sin duda de héroes, ancestros o sacerdotes. Las figuras retratadas quizá no hubieran existido nunca. Su efigie no permite saberlo. Lo que caracteriza estos supuestos retratos es la ausencia de los ojos y de la boca. En ocasiones, los ojos están tapados. Parece como si los artesanos hubieran querido evitar que los imágenes talladas, esculpidas o pintadas se animaran. En verdad, dichos retratos no eran imágenes sino fetiches, poseídos por espíritus que los podían convertir en seres vivos. De ahí que la falta de algunos rasgos impidiera esta peligrosa y aterradora metamorfosis. Estas efigies no eran verdaderos retratos porque no representaban a ningún humano, sino que lo presentaban o sustituían. No eran ninguna imagen sino la materialización de un espíritu que solo podía ser visto gracias al cuerpo material que la figura tallada o pintada le proporcionaba. Estamos aun en un universo mágico, donde el arte -sí la magia- no existe.



En la Edad del Bronce, sin embargo, se encuentran estatuas en las que rasgos personales están inscritos: signos que denotan el paso del tiempo, bolsas en los ojos, arrugas, marcas en las comisuras, ojos cansados, párpados cargados, rictus, etc. Retratos como los del faraón Sesostris III nos muestran a un humano digno pero ajado. Estos retratos, sin embargo, no destacan la humanidad del faraón. Demuestran, por el contrario, que el monarca ha alcanzado una edad que ningún mortal, por el aquél entonces, alcanzaba. El tiempo, por tanto, no le afecta, o no le afecta tanto o del mismo modo que a sus súbditos que sí son humanos -pero cuyos rasgos no se plasman en vida.
Podemos encontrar innumerables supuestos retratos, pero éstos son imágenes convencionales, estereotipadas, que no representan a un humano en concreto, sino a un mortal genérico.




Nota: Alejandro Magno / Apolo

Del mismo modo, los avejentados y patéticos rostros de mujeres suplicantes, y que parecen reproducir los rasgos de una persona afectada por el dolor, no son sino imágenes de las edades de la vida. No son el retrato de una anciana sino un símbolo de la ancianidad.
Las cabezas de Alejandro  Magno, talladas por Lisipo, su "escultor de cabecera", son perfectamente reconocibles, No muestran a un anciano sino a un joven. Mas estos supuestos retratos, que se confunden con imágenes de Apolo -como ocurría siglos más tarde, con los bustos de Antinoo- son, en verdad, imágenes divinas, imágenes de un nuevo dios.







Las culturas etruscas y romanas, en cambio, sí ofrecen retratos: efigies pintadas o esculpidas de seres de carne y hueso, de individuos marcados por el paso del tiempo. Los rostros no están idealizados. Sin embargo, suelen tener una mirada fija o perdida. Estas imágenes no representan a seres vivos, sino a difuntos. Han sido realizadas a partir de máscaras mortuorias. Representan a antepasados. Las  imágenes se disponían en altares domésticos, o en jardines sagrados, para mantener vivo el recuerdo de los desaparecidos convertidos en héroes, a quienes se les rendía culto. Nuevamente, los humanos representados no eran tales.










Sí lo eran, en cambio, los modelos retratados en las tablas romano-egipcias de El Fayum y otros yacimientos egipcios. Son obras ya del siglo I dC. Representan a seres de diversas edades. Destaca n rostro con una mirada intensa. Los retratos fueron realizados en vida. Mas la vida parece ausente de estos retratos pintados -los más antiguos que se han conservado. La corona de laurel dorada que llevan muchas de las figuras proporciona una explicación. Se trata de un ornamente funerario. Estos retratos eran utilizados en lugar de las máscaras que en épocas anteriores cubrían las cabezas de las momias. Un segundo rasgo denota qué representan, en verdad, estos retratos. Los ojos están siempre muy abiertos. Son ojos desorbitados. No se cierran nunca. No son pues ojos humanos sino de figuras que han alcanzado la inmortalidad y miran desde el más allá a los mortales que no se han atrevido aun a enfrentarse a la frontera entre la vida y la muerte.
En todos esos casos, nos hallamos ante lo que parecen retratos que no lo son propiamente.
Esto no significa que no hubiera habido retrato antiguo alguno.



El dios cristiano -un dios romano-oriental, en verdad- presenta una característica que lo distingue de todos los demás. era un dios y era un ser humano a parte entero. Se hizo hombre para que los mortales descubrieran que su condición no era indigna y que la muerte que distingue al mortal del inmortal no era un fin sino el inicio de una nueva vida. En tanto que humano, el dios cristiano podía ser retratado. Tenía que serlo, en verdad. Por dos razones: su retrato corroboraba su humana condición -los dioses no pueden ser representados propiamente, solo pueden ser simbolizados, porque no tienen rostro, al ser seres inmateriales-, y porque el dios cristiano dejó huellas de su paso en la tierra. Estas huellas fueron retratos suyos, mágicamente impresos sobre lienzos con los que, tras un duro esfuerzo, se secó el rostro sudoroso. Estas directas impresiones eran retratos verdaderos (el vera icon o velo de la Verónica) que podían servir de modelo a los siguientes retratos de la divinidad: los iconos.
Un icono es el retrato del rostro del dios cristiano. Un rostro visto de frente en el que destacan los ojos muy abiertos -una influencia del retrato del Fayum. Se trata del rostro de un humano que ha superado la muerte y ha resucitado. El dios cristiano retratado mira a quien lo contempla. Y nos permite descubrirnos. Nuestro rostro es la parte principal de nuestro cuerpo que no alcanzamos a ver directamente. No somos plenamente consciente de nuestra imagen, de quienes somos: nuestro rostro comprende los ojos que revelan nuestra personalidad. La mirada no engaña. Pero no la vemos, salvo cuando contemplamos un retrato de una persona de nuestra edad que nos expone y nos permite darnos cuenta de la edad que tenemos, de la imagen que comunicamos.
El icono es así un retrato que, cuando nos miramos en el, nos ayuda a descubrir, y a admitir, nuestra condición mortal. El icono rebela tanto la imagen del dos cristiano cuando nuestra imagen, una imagen que no es gratuita o inconsecuente sino reveladora de quienes somos. La teología del icono bizantino, redactada hacia el siglo VI dC, se fundamente en las muy anteriores consideraciones platónicos acerca de la bondad del encaramiento. Mirándose a los ojos, las personas se descubren a sí mismas. Saben que si aguantan la mirada del otro, se exponen de verdad: no esconden nada. Su persona es revelada a quien les mira o  quien se miran; y, asimismo, les es revelada. Se dan cuenta, nos damos cuenta, de quienes somos cuando nos vemos reflejados en los ojos de los demás. Esta función reveladora de nuestra human condición, que asume todo retrato, fue asumida, por vez primera, por el icono bizantino, el primer verdadero retrato de una persona, el retrato de un mortal que asumió sin miedo su condición , sin buscar ilusorias idealizaciones. la mortandad no era un castigo sino lo que nos define y nos constituye como humanos. Esta revelación es la que el retrato produce, y que solo se alcanzó, gracias a Platón, a finales de la antigüedad. Quizá ésta sea la mayor, más duradera, y más humana aportación de la visión griega del ser humano
  

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