lunes, 28 de diciembre de 2015

Función de las imágenes en Mesopotamia (Teoría del arte mesopotámica)




La nueva restauración de una gran estatua del emperador acadio Manishtushu (hijo de Sargon I y padre de Naram-Sin, hacia el 2200 aC),  reintegrando elementos sueltos y remontando de manera más adecuada los distintos fragmentos conservados m, y su mostración en una exposición de gabinete en el museo del Louvre de París, puede dar pie a volver a pensar la función de las imágenes en Mesopotamia.
Las estatuas no eran obras de arte (tal como las concebimos en Occidente desde el siglo XVIII), existentes para despertar emociones en un espectador y mostrarle un nuevo mundo o un aspecto nuevo del mundo, sino fetiches.
Eran representaciones si entendemos este término con el significado que posee en el teatro: sustitutos de seres, si bien en el teatro y en la política modernos dichas sustituciones duran el tiempo de una representación o un acto, mientras que en la antigüedad las sustituciones eran para la eternidad. Las personas sustituidas perduraban para siempre a través de sus efigies (siempre que éstas no fueran destruidas).
En el mundo sumero-acadio, en el tercer milenio aC, los reyes mandaban tallar efigies suyas en piedra. Las figuras de pie sedentes, vestidas con los ropajes más caros o ceremoniosos, tenían las manos juntas o tendían una que sostenía  una copa. Se ubicaban en templos. Nadie las podía contemplar salvo las efigies divinas ante las que se encontraban. Ni habían sido talladas para suscitar emoción alguna sino para mediar con los dioses, ya sea porque les mostraban respeto, ya sea porque banqueteaban con ellos. De este modo, aseguraban la presencia de los dioses en la tierra y la protección que podían brindar.
Otras efigies representaban monarcas de otro tiempo. Se ubicaban en templos y sobre todo en palacio. Solo el rey podía míralas o, mejor dicho, ser mirado por aquéllas. Estas efigies eran antepasados. Mostraban que los antepasados seguían presentes, protegían e inspiraban al monarca, y legitimaban su linaje. 
Las grandes estatuas, por tanto, estaban ligadas al poder real, ya porque eran efigies divinas -no se han conservado ninguna- con las que dialogaban monarcas y sacerdotes de cuerpo presente, ya porque permitían que el monarca representado estuviera en contacto con los dioses o con los antepasados. La efigie borraba la diferencia entre los vivos y los muertos. El monarca estaba siempre presente cumpliendo con su función mediadora con los dioses y los muertos, a través de los ritos que cumplía o presidía, o de sus efigies ante las que se practicaban los rituales. 
Estas efigies tenían que estar a la altura de los dioses. Perfectamente talladas, pintadas e incrustadas de piedras preciosas y aplacadas con oro y plata, mostraban ante la divinidad que el rey reflejaba bien el aura que los dioses le transmitían. En ocasiones estaban vivas. Los ropajes eran verdaderos y estaban articuladas, por lo que se movían. El resplandor de las estatuas era tal que solo los dioses podían contemplarlas del mismo modo que ningún ojo humano, salvo el del monarca, estaba preparado para aguantar la mirada dura y fija de las divinidades.
Las estatuas no causaban placer sino temor y respeto a las pocas personas que podían estar ante ellas (el mismo monarca y los sacerdotes que atendían el culto). Las estatuas escogían a quienes querían mirar, a quienes podían mirarlas.,Respetaban a los dioses manifestando la grandeza del monarca y la lucidez divina que había puesto su mirada en él.
Estas efigies sólo tenían "sentido" en ciertas partes del templo o del palacio. Estaban íntimamente unidas a ciertos espacios. Su grandeza, sin embargo, aún se manifiesta en los nuevos templos que son los monarcas. La efigie rota, casi informe de Manishtushu, hoy en el Louvre, detiene e impresiona, aunque nunca estuvo dispuesta para ser contemplada por ojos humanos.

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