lunes, 5 de septiembre de 2016

En busca del arca perdida

Los arqueólogos intuyeron de inmediato que el hallazgo que se acababa de producir era muy distinto al de otros días. De las retiradas cuevas de Qmram, en lo que entonces era Transjordanía (hoy Jordanía), a poco del fin de la Segunda Guerra Mundial y días antes de la creación del estado de Israel, se habían obtenido grandes jarras cerámicas que protegían papiros -que aun hoy se estudian- con textos redactados por la secta hebrea de los Esenios. Aportaban variantes teológicas substanciales al texto canónico del Antiguo Testamento y, en algunos casos, se anticipaban de manera sorprendente a los textos evangélicos.

El nuevo hallazgo, en la cueva número tres, se asemejaba parcialmente a anteriores descubrimientos. También comprendía textos en un extraño hebreo mezclado con palabras o letras griegas, sin duda de difícil o imposible comprensión para quienes no eran letrados del templo de Jerusalén. Se trataba quizá de textos en clave. Éstos no estaban redactados sobre hojas de papiro sino sobre dos largas y anchas láminas de cobre enrolladas.
Ante la imposibilidad de desplegarlas, fueron transportadas a Inglaterra -el país que hasta entonces había colonizado una parte importante del Próximo oriente- y cortadas en estrechas franjas, semejantes a largas tejas. El texto, de inmediato, empezó a ser leído parcialmente. Estudiosos bíblicos se apresaron excitados a traducirlo. Se trataba de palabras sueltas, frases cortas a veces sin verbo, como indicaciones o anotaciones. La interpretación, sin embargo, era difícil. Los estudiosos aun debaten sobre el significado y la finalidad de dichos textos, redactados extrañamente sobre un soporte inhabitual, y escondidos en una cueva.

Se supuso que se trataba de un inventario. Las frases indicaban la localización, por todo el territorio, de diversos objetos valiosos. Éstos parecían proceder del tesoro del templo de Jerusalén. Ingentes cantidades de metales y piedras preciosos, objetos sagrados, etc.
Los textos fueron quizá redactados en el año 68 dC, y de inmediato llevados a la cueva para esconderlos. Al día siguiente, posiblemente, el ejército imperial romano entraba en Jerusalén y saqueaba el templo. Pero los tesoros ya habían sido sacados a escondidas y puestos a buen recaudo.
¿Dónde?
Por todo el territorio de Israel. Las láminas de cobre, precisamente, indicaban donde recuperarlos.
Las indicaciones debían tener sentido a poco del saqueo: así, por ejemplo, un objeto se hallaba tras la casa de Abraham girando a la derecha tras el tercer olivo y andando diez pasos.
Dos mil años más tarde, sin embargo, las precisas indicaciones se habían vuelto inservibles.
Éstas no desanimaron a un arqueólogo norteamericano en los años cincuenta quien empezó a horadar literalmente toda Israel. Buscaba el objeto más valioso del templo. Podemos intuir qué perseguía. No halló nada.

En los años noventa, Jordania, desconfiando de los Estados Unidos -el presidente Bush había decretado la existencia del eje del mal-, donde las láminas se hubieran podido restaurar, encargó su protección a la Compañía Eléctrica Francesa, quien realizó dos copias de aquéllas, una de las cuáles se expone hoy en el Museo del Louvre. Las láminas originales se muestran en el Museo de Amán.

 La historia del arqueólogo americano ya la conocemos. Inspiró las aventuras de Indiana Jones y su búsqueda del arca perdida a partir de las láminas secretas halladas en lo hondo de una cueva en pleno desierto.


Las largas horas pasadas en un montaje de exposición dan pie a historias tan curiosas como ésas, narrada, en un momento de descanso entre colocación de piezas, por el "correo" o responsable del préstamo de piezas arqueológicas del Museo del Louvre de París al Museo del Diseño de Barcelona

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