jueves, 17 de agosto de 2017

Ojos que no ven... (El retrato)





Provocativamente, sin duda, el filósofo francés Jacques Derrida sostenía que los ojos no "están hechos" para ver -una función obvia, banal- sino para llorar. Los ojos tienen o adquieren sentido cuando sueltan lágrimas. Son entonces cuando se convierten en entes significativos, cuya función no se limita a una necesidad corporal, fisiológica.
¿Quién permanece impasible ante la vista de una persona que llora? Picasso bien lo sabía: no cesó de retratar, en los años treinta, a su amante como la mujer que llora: un símbolo del dolor ante la guerra Civil española, sostienen algunos estudiosos.
Cuando lloramos nos expresamos. Lo que nos ocurre, lo que guardamos dentro de nosotros, lo que sentimos, nos duele, pero no manifestamos, de pronto se exterioriza. Las lágrimas son indicios ciertos de que la persona que llora es un ser sensible, dotada de y marcada por un pasado, que ha vivido, y que encierra historias. Los ojos que lloran dotan de perspectiva la cara. Ésta se ahonda. manifiesta pliegues, recubre rostros sucesivos, denota huellas que de pronto afloran en un rostro que se deja ir.
Un rostro emborronado de lágrimas cuenta una historia. Las lágrimas son espejos donde trasluce la verdad.  la perfecta máscara del rostro, esforzadamente compuesta, retenida, se quiebra. La figura hierática se muestra humana: doliente, sensible. El mundo le afecta. Las lágrimas son el símbolo de la comunión con el mundo, de cómo el mundo nos marca, y nos hace humanos.

Un retrato es la imagen que capta la verdad del ser humano. El buen retrato se centra en la mirada. Los ojos son espejos en cuya superficie el alma se revela. Derrida sostenía que ese lugar común era cierto aunque no por las razones habitualmente aducidas. Los ojos son indicios de quienes somos, sin duda. Por eso, lloran los ojos: para comunicar qué sentimos, es decir, cómo nos hallamos ante el mundo. Un buen retrato debería ser siempre un retrato velado por las lágrimas. Las lágrimas de una madre ante el cuerpo muerto de su hijo, como en las imágenes del Descendimiento de la Cruz, o de un ser avergonzado, arrepentido por lo que ha dicho y hecho que le marca, así como marca el mundo: las lágrimas, de nuevo, nos ponen en contacto con lo que nos envuelve.
El llanto despierta la compasión: crea vínculos, una comunidad en ciernes. El teatro, que tenía como función reforzar los ligámenes entre los ciudadanos, que descubrían de pronto que compartían sentimientos, era un autosacramental, una tragedia escenificada que permitía a los ciudadanos lloran catártica, conjuntamente.
El llanto convierte el rostro en una imagen sensible, que expresa y despierta emociones, poniéndonos en relación con el otro.

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