domingo, 20 de mayo de 2018

A la vista (Evidencia)







Desde al menos el cuarto milenio aC, la arquitectura mesopotámica echaba mano de numerosas tuberías: conductos de agua, de evacuación de aguas sucias, canalizaciones, desagües. Las salas de agua no eran raras en los palacios, y aquélla circulaba por tuberías encastradas en muros o enterradas bajo el pavimento.
Los conductos eran comunes, igualmente en Grecia y Roma. De hecho, una gran parte de la arquitectura romana era invisible. Las infraestructuras de las termas se hallaban dentro de muros y debajo de los forjados. Las tuberías, de múltiples anchuras, y de diversos materiales -cerámica, plomo- no servían solo para el agua, sino que también canalizaban el aire frío y caliente.

Quizá una de las diferencias más destacadas entre la arquitectura de algunas culturas antiguas y la arquitectura moderna y contemporánea reside en la puesta de manifiesto de la red de conductos que conectas un edificio a la ciudad: tuberías de agua, aire, gas, y cables eléctricos, telefónicos y de fibras de vidrio, envuelven los edificios como una delgada y tupida red, amén de los canalones que recogen el agua de lluvia que casi siempre han recorrido la línea de las terrazas y los tejados antes de descender, como delgados pilares, por las fachadas. Animan paredes exteriores e interiores, componen tramas por los techos. No hace falta recurrir al ejemplo extremo y ostentoso del Centro Georges Pompidou de París para darse cuenta que los muros y los forjados ya no esconden las nervaduras que permiten que un edificio viva -o que se pueda vivir en él.

Es por este motivo que la exposición de la artista iraní Nairy Baghramian (1971), en el Palacio de Cristal, en el Parque del Retiro de Madrid, sorprende. Comprende una serie de tuberías más o menos desgastadas, expuestas a la vista. El motivo es sorprendente: "la obra de Baghramian remite a aquellos elementos que habitualmente quedan ocultos, engastados o camuflados en la arquitectura (...) Esos dispositivos a los que alude son los que tradicionalmente han de permanecer en la sombra, bajo la segura protección de la pared, el panel o el enlucido", se cuenta en el (inenarrable) texto del folleto de mano.

Exponer lo que se cree que se halla oculto cuando en verdad, casi siempre está a la vista, no deja de ser un ejercicio extraño.
Este trabajo, por otra parte, denota una singular concepción de lo que es un volumen y, en concreto, un volumen arquitectónico. Muros, gruesos o delgados, paneles, pilares, jácenas, forjados, etc., todos ellos, elementos materiales, se conjugan para arman una construcción. Inevitablemente, los materiales, el vidrio, incluso, son terrenales. Tienen cierto grosos o espesor, cierta opacidad. Esconden, por tanto, partes del edificio. La ocultación no responde a ninguna elección, sino a la "lógica de los materiales". Muros de ladrillo comprenden ladrillos ocultos, entre filas de ladrillos vistos. Las armaduras del hormigón visto no se descubren; y, cuando se muestran, solo queda huir: el edificio puede estar a punto de derrumbarse.
Solo existe un tipo de construcción donde todo está a la vista: un edificio construido con luz (aunque la luz puede deslumbrar, impidiendo ver la obra). Pero este tipo de trabajo, con el que quizá sueña el arquitecto -el patrón de los arquitectos, el apóstol Tomás, logró edificar en el cielo un palacio con muros luminosos, desmaterializado, liviano como un sueño, que solo en sueños se alcanzaba a descubrir-, solo existe en el cielo.
No se sabe a fe cierta si la artista iraní ha querido defender que la verdadera arquitectura solo puede ser ideal -que las tuberías sean de material transparente o traslúcido, y que se expongan en un palacio de cristal, apuntaría en esta dirección, añadiendo un matiz que dota de mayor profundidad o complejidad esta lectura: las cañerías están corroídas, rotas, y maculadas por óxidos o el tiempo, pero esta interpretación no es señalada por quien ha redactado la enrevesada hoja de sala-, o si ha descubierto la sopa de ajo.

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